jueves, mayo 09, 2024

Stalin-Beria. 2: Las purgas y el Terror (17): El Juicio de los Veintiuno

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El pacto Molotov-Ribentropp
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No hay peor ciego que el que no quiere ver
Que no, que no y que no  

   



Y llegó el momento del Gran Juicio contra el Bloque Antisoviético Trotskista-Derechista; el tercero de los grandes juicios de las purgas estalinistas. Veintiún acusados con dos prima donnas: Bukharin y Rykov. Entre el resto de acusados: el viejo líder trotskista Cristian Rakovsky; Nikolai Krestinsky, un hombre de la diplomacia soviética al que hemos visto implicado en las negociaciones con Alemania, y que había sido nada menos que miembro del Politburo con Lenin; Sergei Bessonov, el consejero de la embajada soviética en Berlín que había intentado varias veces, sin éxito, conseguir acercamientos con el gobierno nazi para un pacto político; Yagoda; Arkadi Pavlovitch Rosengolts, comisario de Comercio Exterior; Grigori Fiodorovitch Grinko, comisario de Finanzas; Milhail Alexandrovitch Chernov, comisario de Agricultura; Vladimir Ivanovitch Ivanov, comisario de Industria de la Madera; Isaac Abramovitch Zelensky, responsable de cooperativas de consumo; los líderes uzbekos Khodzhayev e Ikramov; el bielorruso Sharangovitch; los doctores Levin, Pletnev e Ignatiy Kazakov, los tres del hospital del Kremlin; Pavel Petrovitch Bulanov, secretario personal de Yagoda; Kriuchkov, el secretario de Gorky, también tenido por muy cercano a Yagoda; Veniamin Maximov-Dikovski, secretario del Partido en Kuibyshev; Prokopi Timofeyevitch Zubarev, un cuadro comunista de la Administración agrícola. Nueve de los 21 (Bukharin, Rykov, Chernov, Ivanov, Zelensky, Grinko, Rogelgolts, Ikramov y Yagoda) habían sido elegidos para el Comité Central en el XVII Congreso.

El juicio se celebró en la Sala Octubre entre el 2 y el 13 de marzo, y fue, por así decirlo, la gran obra de la invención estalinista, con más acusados que nunca, que se confesaron culpables de una conspiración que hundía sus raíces en el pasado.

La tesis “probada” fue ésta: dos revolucionarios, Vladimir Lenin y Iosif Stalin, fueron los líderes de una revolución soviética triunfante que, desde Brest-Litovsk, había estado cuestionada por conspiraciones contrarrevolucionarias. Con ocasión del mentado pacto con los alemanes, Bukharin y su grupo derechista habría confluido con los socialrrevolucionarios de izquierda, así como con Trotsky, para conspirar contra Lenin. Bukharin propuso arrestar al gobierno soviético y asesinarlo en pleno. Así las cosas, Fanni Yefimovna Kaplan, la mujer que atentó contra la vida de Lenin en 1918, no lo habría hecho sólo bajo órdenes de los socialrrevolucionarios, sino también de Bukharin. En los años veinte, además, Trotsky se convirtió en agente de la inteligencia alemana y, después, también de la inglesa. Bukharin, Rykov, Krestinsky, Rosengolts y Rakovsky fueron todos agentes internacionales.

En 1932, cuando derechistas e izquierdistas tuvieron que reconocer la solidez del régimen, los dos grupos, bajo instrucciones de servicios de inteligencia, formaron “el Bloque”, es decir, una organización terrorista. Krestinsky, haciendo valer su posición de viceministro, le ordenó a Bessonov, a punto de regresar a Berlín, que fuese el enlace de Trotsky con los nazis, así como usar su puesto en la Embajada para obstaculizar en todo lo posible el entendimiento entre Berlín y Moscú (la verdad es que hizo todo lo contrario). Trotsky negoció un acuerdo con los nazis cuya base era la derrota de la URSS en una eventual guerra futura, en la cual el grupo de Tukhachevsky complotaría para abrirle los frentes a los alemanes. Karakhan fue otro negociador del acuerdo con los nazis, que contemplaba la cesión de Ucrania a los germanos. En enero de 1934, un grupo conspirador establecido en el mismo Kremlin, protegido por Yenukidze, organizó un golpe que culminaría con el arresto de los participantes en el XVII Congreso. Si no lo llevaron a cabo, según el sumario, fue por lo extraordinariamente popular que era el gobierno comunista en el país. Bukharin implicó en estos proyectos a los mencheviques y a la Segunda Internacional. En marzo de 1937, Tukhachevsky le habría confesado a Rosengolts y Krestinsky que en mayo quería dar un golpe de Estado y asesinar a los gobernantes; su arresto, pues, fue providencial.

Algunos de los acusados eran confidentes infiltrados. Es, posiblemente, el caso de Sharangovitch. Si hemos de hacer la prueba del qui prodest, hemos de ver que los tres acusados que fueron acusados a prisión y no a la pena de muerte fueron Bessonov, Rakovsky y el doctor Pletnev. Bessonov le contaría en prisión a un compañero que había sido salvajemente torturado. Por otra parte, Bukharin, en su intervención final, deslizó la información de que había resistido tres meses de interrogatorios antes de ceder. De todas formas, con práctica seguridad la principal arma de coerción contra Bukharin fue dañar a su mujer. Anna Larina fue mantenida en su apartamento de la Casa del Gobierno y, un mes después de que su marido fuese arrestado, recibió una nota de él, en la que Bukharin le pedía algunos libros porque, le decía, había comenzado a escribir uno: La decadencia de la cultura bajo el fascismo. La policía conminó a Larina para que le escribiese una nota a su marido informándole de que seguía en el apartamento, recibiendo sus raciones de cuando eran miembros de la elite vodka y putas. Bukharin decidió colaborar, tras lo cual Anna Larina, puesto que ya no era útil, fue exiliada a Astracán y, después, a un campo de concentración especial para “miembros de familias traidoras”.

Krestinsky fue uno de los pocos arrestados por el Terror que cometió el peor pecado que se podía cometer a ojos estalinistas: una vez en la Lubianka, había confesado todo lo que se le dijo que confesara; pero, en el momento de declarar en el juicio, se retractó de todo y dijo que si había firmado las cosas que había firmado, era porque entendió que era la única manera que podría tener de defender su inocencia en el juicio. Este testimonio fue eliminado de las actas taquigráficas de la sesión que se facilitaron a la Prensa, aunque sí figuró en el libro final de actas del juicio que se publicó en 1938. Una médica vio el 3 de marzo a Krestinsky en Lefortovo completamente cubierto de sangre tras una brutal paliza. De hecho, siempre se ha especulado con que murió en esa sesión de tortura y que el hombre que días, después, y con voz mecánica, se reafirmó en sus primeras deposiciones, era un doble.

Los líderes periféricos todos confesaron intenciones de desmembramiento de la Unión. Grinko confesó que había complotado con nacionalistas ucranianos para entregar el país a los alemanes; Ivanov, que había preparado la secesión de Arcángel para entregárselo a los ingleses; Sharangovitch conspiró para entregarle Bielorrusia a Polonia; Khodzhaev e Ikramov, por su parte, intentaron cederle Uzbekistán y el resto de Asia Central a los británicos para que estableciesen un protectorado.

El Bloque, por otra parte, había intentado matar a Stalin, Kaganovitch, Molotov, Voroshilov y Yezhov. La imaginación de los interrogadores no tuvo límites; así, los acusados confesaron que, en el caso de Yezhov, habían intentado matarlo emponzoñando el aire de su despacho con mercurio. El jefe asesino era Yagoda, quien confesó haber formado desde 1931 un grupo especial de asesinos derechistas en la OGPU. En 1934, Yenukidze le comentó que el grupo trotskista-zinozievista estaba planificando el asesinato de Kirov, y él se apuntó, ordenando a Zaporozhets que no obstaculizase nada.

Los doctores Levin, Pletnev y Kazakov estaban ahí para confirmar la confesión de Yagoda, en el sentido de que Yagoda les había ordenado acortar la vida de algunos objetivos, como Máximo Gorky, o su hijo Maxim Alexeyevitch Peshkov. Kuibyshev, o Viacheslav Menzhinsky. Parece ser que Yagoda se quiso resistir a confirmar su participación en la conspiración contra la vida de este último, su antecesor al frente de la policía secreta. Hubo un receso, se lo llevaron y, minutos después, reapareció y se reafirmó en lo confesado. Algunos testigos dijeron que parecía diez años más viejo que media hora antes. Gorky, por su parte, habría vuelto a Moscú sin deber haberlo hecho por ser inducido para ello por Kriuchkov, lo que le provocó la gripe o neumonía que adquirió. En el hospital, Letvin y Pletnev se lo cargaron con medicación; todos ellos, bajo las órdenes de Yagoda.

Ivanov, Zelensky y Zubarev, los que tenían edad para ello, confesaron haber sido agentes de la Okhrana zarista.

Las intervenciones finales de los acusados ofrecieron poca novedad, salvo en el caso de Bukharin. En realidad, Vyshinsky ya había sospechado que el viejo comunista aprovecharía su turno de palabra para hacer lo que definió como “absurdos juegos acrobáticos finales”. Y eso fue lo que pasó. Más o menos.

En realidad, Bukharin, a quien durante el juicio le daban un papel cada vez que tenía que hablar con lo que tenía que decir, tuvo desde el principio sus rebeldías. Se declaró, tal y como le ordenaron, culpable de “la suma total de crímenes cometidos por esta organización contrarrevolucionaria”, pero acto seguido añadió, de su cosecha, que no sólo no participó, sino que no tuvo conocimiento de ninguno de los actos individualmente considerados en el juicio. Negó que los acusados fuesen un grupo, negó conocer cualquier conexión con los nazis, negó tajantemente haber conspirado para matar a Lenin, Stalin y Yakov-Aaron Milhailovitch Sverdlov en 1918; negó cualquier negociación con servicios secretos internacionales; y negó haber participado en el asesinato de Kirov, así como en los supuestos de Kuibyshev, Menzhinsky, Gorky o su hijo. Durante las conclusiones del fiscal, tomó constantemente notas y sus palabras finales apenas aparecieron muy resumidas en la Prensa del día siguiente. Según Fitzroy McLean, el funcionario de la Embajada británica que atendió al juicio, Bukharin intervino en un tono desafiante y con un discurso típicamente comunista, en el que dijo una cosa y la contraria. Empezó por admitir su participación en la conspiración juzgada para, acto seguido, según McLean, comenzar a desmontarla “pieza a pieza”. Aceptó la responsabilidad por la formación del Bloque contrarrevolucionario, pero dejó claro que se trataba de una responsabilidad política.

Después de que la sentencia de muerte fuese pronunciada sobre él, Bukharin renunció a hacer petición de clemencia alguna. En su lugar, le escribió una nota a Stalin. Una nota que comenzaba: “Koba, ¿por qué te hace tanta falta que yo muera?”. Esta nota se ha hecho especialmente famosa en la historiografía del estalinismo (me refiero a la seria, no a los hilos de licenciados en Historia en Twitter) por el dato de que fue encontrada en el cajón del escritorio de Stalin el día de su muerte, junto con la nota de Lenin, de la que ya hemos hablado, en la que éste amenazaba con romper relaciones con él a causa de haber maltratado de palabra a su mujer, Krupskaya.

En todo caso, el 15 de marzo, Bukharin y los otros 17 condenados a muerte fueron ejecutados.

Hay que decir, en honor a la verdad, que algunas de las cosas que se juzgaron en el Juicio de los Veintiuno, aunque no siempre de la forma en que se describieron, eran reales. La oposición de Bukharin a Brest-Litovsk existió. Los contactos de Krestinsky en Berlín con militares alemanes se produjeron; el puesto de Stalin como secretario general fue seriamente cuestionado en los preparativos del VII Congreso. Kirov fue asesinado y, ciertamente, Yagoda y Zaporozhets no fueron ajenos a lo que pasó; aunque la mano que meció la cuna fue otra. El ataque al corazón de Kuibyshev es sospechoso, como lo es la muerte de Gorky.

El Juicio de los Veintiuno, sin embargo, fue una pasada de frenada de Stalin respecto de los alemanes. Da la sensación de que el secretario general, envalentonado por haber salvado la cara en el juicio de los militares (que, no se olvide, fue secreto), se creyó que todo el monte era orgasmo y que, consecuentemente, los nazis no se mosquearían. Más cierto es que, conforme se fueron desarrollando las sesiones de Los Veintiuno, Schelenburg se fue poniendo cada vez de peor hostia. El embajador prohibió a su personal acudir al juicio y, de hecho, casi intentó que el embajador estadounidense Davies dejase de ir; le expresó mil veces su sorpresa porque aquel subnormal rooseveltiano se empeñase en defender la idea de que se trataba de un juicio justo y con todas las garantías procesales. El primer ministro británico, apelado en la Cámara de los Comunes, declaró que las acusaciones que se habían vertido en el juicio contra Gran Bretaña “obstaculizaban seriamente las relaciones con la Unión Soviética”. En Francia, la Prensa no comunista publicó largas crónicas sobre el juicio, poniendo a parir a los soviéticos. El verso suelto de todo aquello fue Benito Mussolini. El periódico oficial fascista Popolo d'Italia publicó un comentario en el que especulaba con que Stalin, en realidad, “se había convertido en un auténtico fascista” (cosa en la que acertaba, la verdad); y se felicitaba de que, mediante las purgas, le estuviese haciendo un gran favor al movimiento fascista internacional.

1 comentario:

  1. Anónimo4:53 p.m.

    La retractación de Krestiski
    “No reconozco ser culpable. No soy un trotskista. Nunca fui miembro del “ala derecha y el bloque trotskista”, que no sabía que existían. Tampoco he cometido ninguno de los crímenes que se me imputan; y en particular no soy culpable de haber mantenido relaciones con los servicios secretos alemanes”.
    a:
    “Ayer, bajo la influencia de un sentimiento momentáneo penetrante de vergüenza falsa, evocado por la atmósfera de la impresión dolorosa creada por la lectura de público de la acusación, que fue agravado por mi pobre salud, no fui capaz de decir la verdad, no fui capaz de atreverme a decir que era culpable. Y en lugar de decir, “Sí, soy culpable”, casi mecánicamente respondí, “No, no soy culpable”
    ha pasado a la Historia junto o más que los propios juicios, aquí se da una versión, me gustaría saber a fondo la verdad, chapeau por lo demás.

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